Vecina y dirigenta de San Juan de Lurigancho es elegida mujer exitosa de Latinoamerica
Luzmila Abad Ramos, vecina y dirigenta de base de comedores populares y Vaso de Leche en San Juan de Lurigancho, en Lima, fue la ganadora del V Concurso Latinoamericano de emprendimientos Exitosos Liderados por Mujeres
jueves, 28 de julio de 2005 - 1812 vistas
Luzmila Abad Ramos, vecina y dirigenta de base de comedores populares y Vaso de Leche en San Juan de Lurigancho, en Lima, fue la ganadora del V Concurso Latinoamericano de emprendimientos Exitosos Liderados por Mujeres, convocado por la Red de Educación Popular entre Mujeres de América Latina y el Caribe (REPEM), el Movimiento Manuela Ramos, el Centro de la Mujer Peruana “Flora Tristán”, el Consorcio de Organizaciones Privadas de Promoción al Desarrollo de la Micro y Pequeña Empresa (COPEME) y la Universidad del Pacífico.
Levadura para el espíritu
Vende treinta mil panes al día, pero hubo un tiempo en el que le pagaban con masa recién horneada y ella se quedaba contenta porque no tenía para comer. Ahora, que resbala en su pasado, reconoce que comenzó a multiplicar los panes el mismo día que cumplió 7 años.
Luzmila Abad vive y trabaja en San Juan de Lurigancho, en Perú. Ella ganó el Concurso “Así se Hace”, que premia el trabajo de mujeres empresarias en Latinoamérica, organizadas por las organizaciones peruanas no gubernamentales Manuela Ramos, Flora Tristán, Mujer y Sociedad y Aurora Vivar, junto con la Universidad del Pacífico y otras instituciones.
“Si quieres salir adelante tienes que estudiar”, le dijo su madre analfabeta mientras cuidaba sus vacas. En Jatuspata, el caserío huancavelicano donde nació, solo había escuela hasta segundo de primaria y para amasar su futuro la única salida era partir.
Y así fue. Llegó a Tayacaja, llorando a escondidas y de la mano de su padre; consolando a sus dos hermanos mayores, tan niños como ella. Con las pocas monedas ahorradas el padre alquiló un cuarto sin luz y sin agua, abrazó a sus tres hijos y cerró la puerta después de advertirles que regresaría cada mes. Que las papas y carnes alcanzarían hasta volverse a encontrar. Que la principal obligación era estudiar.
Cuando se cumplieron los veinte días, los niños ya no tenían comida y ella comenzó a trabajar en una panadería. Cargaba canastas repletas y la dueña le pagaba con pan. Así comienza esta historia. Luzmila Abad Ramos alimenta a sus hermanos y guarda panes para el desayuno, almuerzo y comida. Y descubre, además, que su esperanza, se parece a la levadura: Le levanta el ánimo cuando todo parece quemado en el horno de la pobreza.
Quemaduras en la capital
Da trabajo a treinta personas y ha ayudado a instalar ocho panaderías en Lima y provincias, pero hubo un tiempo en el que fue explotada como empleada del hogar y ella se quedaba contenta porque el sueldo le permitía comprar sus útiles escolares. Entonces tenía 12 años y acababa de llegar a Lima dispuesta a terminar la secundaria.
Otra vez sus padres la habían despedido con un abrazo y con el llanto escondido de siempre abandonaba Huancavelica para convertirse en maestra. Sus hermanos mayores vivían en San Martín de Porres, en un cuarto parecido al de su infancia en Tayacaja, y Luzmila, acostumbrada a la multiplicación de los panes, esta vez multiplicó el espacio y, nadie sabe cómo, metió dos camarotes, instaló una cocina y prometió a los grandes que solita compraría los ingredientes de su futuro trapeando pisos. Y así fue.
Los hermanos le dieron comida con sus cachuelos de obreros y ella lavó, planchó y cuidó niños ajenos todos los días de verano para comprar cuadernos. En los domingos de invierno vendía comino y pimienta para cubrir las urgencias. Y no se amilanaba. Su adolescencia fue una masa agridulce de esfuerzo físico, mucho estudio y confianza en que las cosas mejorarían. Pasaron tres años, concluyó la secundaria y cuando quiso estudiar en la universidad la falta de dinero terminó por salar sus ilusiones y se quemó antes de tiempo.
Así se cierra el segundo capítulo de esta historia. Luzmila Abad Ramos se niega a lavar más pañales hasta la medianoche a cambio de un mísero sueldo y retorna a su pueblo, resignada a cuidar vacas y chanchos. Lejos de cualquier universidad.
Pizcas de perseverancia
Ofrece capacitación a señoras que asisten empeñosas a estudiar los secretos de la panadería, pero hubo un tiempo en el que caminó ocho kilómetros para asistir a sus clases universitarias gastando el único par de zapatos que tenía y ella se quedaba contenta porque por fin estudiaba para ser profesional.
Entonces tenía 25 años y vivía en Huancayo, su hermano mayor había viajado a su pueblo, a convencerla de que una muchacha capaz de endulzar todos los años con el primer puesto del colegio a pesar de las desventuras no podía quedarse como pan sin levadura. La solidaridad fraterna la ayudó a levantarse para amasarse, como tantas veces le había prometido a su madre, y nuevamente hizo maletas. Y así fue.
Llegó a Huancayo, ganó una beca en una academia y batiendo sus ganas hasta la saciedad ingresó a la universidad. Después, exhausta por tanta caminata, apostó otra vez por la capital. Le habían hablado de la Universidad La Cantuta, le prometieron casa y comida. Y postuló. Logró ingresar a Educación, pero solo duró medio año porque sus zapatos gastados en la sierra terminaron por estropearse y ni monedas tenía para el reemplazo. Otra vez la vida le jugaba malas pasadas y sus sueños parecían leche cortada, pero no se dejó vencer. Cogió la poca levadura que le quedaba, se casó, vendió picarones en las esquinas y tiempo después comenzó a dirigir comedores populares. Así culmina el tercer capítulo de esta historia.
El sabor del esfuerzo
Tiene una máquina mezcladora, una cortadora y un horno grande que le permiten cumplir con generosos pedidos, pero hubo un tiempo en el que sus manos estrujaron la mezcla y se quemó con el carbón y ella se quedaba contenta porque los panes de trigo le daban para comer.
Entonces tenía 40 años y dos hijos, ya había pasado por la vicepresidencia de la Asociación de Comedores Populares de Lima y era respetada, hasta que un día un cura gringo le dijo que no podía pasarse la vida esperando ayuda del gobierno y si analizaba sus diez años de dirigencia qué había logrado si igual seguía durmiendo en una choza.
La combinación de verdad con ironía terminó por despertarla con acidez. Juntó el entusiasmo de otras cinco mujeres, consiguió la ayuda de organismos no gubernamentales para capacitarse y convenció a Máximo San Román de que le diera un horno grande a plazos para dorar su esfuerzo. Y así fue.
Al principio vendió dos mil quinientos panes tocando puertas, todos los días. Luego consiguió un contrato de seis mil panes para los desayunos escolares y tiempo después amasó veinticinco mil bollos diarios para alimentar a los presos de Lurigancho y del Callao. Así se cierra el capítulo cuarto de esta historia.
Luzmila Abad Ramos trabaja todos los días, sin feriados, sin vacaciones. Ya no vive en una choza y sus hijos tampoco pasan apuros. Sus hermanos mayores tienen trabajo gracias a ella y desde que ganó el premio “Así se Hace” ha vuelto a elevarse, como si el premio, en lugar de ser un pasaje al Brasil, hubiera sido una tonelada de levadura.
Ahora asiste confiada a sus charlas en la Universidad del Pacífico, sueña con el local propio y piensa estudiar Educación en San Marcos para sacarse el clavo, porque quién sabe, uno de estos días sorprende a todos y regresa a su caserío Jatuspata, en la panza de Huancavelica, y construye un colegio para que los niños puedan estudiar más allá de segundo de primaria.
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