Desde hace casi un mes el Covid-19 ha llegado al Perú y es increíble cómo ha cambiado la vida de todos. De un día para otro el país tuvo que detenerse y familias enteras fueron obligadas a quedarse en casa. Cada día vemos cómo el número de afectados y muertos va en aumento y cómo el gobierno va adecuando sus estrategias para hacerle la lucha no solo a la enfermedad si no también al impacto que estas estrategias tienen en nuestras vidas. El lema que se repite sin cesar en los medios de comunicación, redes sociales, canciones y hashtags es uno solo: #quedateencasa. Pero en un país con 32 millones de habitantes, una tasa de 35% de pobreza, una gran diversidad de minorías invisibles y tantas deficiencias y carencias de las instituciones estatales, este pedido no es tan fácil de cumplir.
Cuando para algunos es mucho más sencillo quedarse en casa ya que saben que seguirán recibiendo un sueldo que les permitirá continuar alimentando a sus familias y lo único que les preocupa es el dolor de cuerpo de tanto estar acostados o no saber cómo matar el aburrimiento, para otros la orden de quedarse en casa es simplemente imposible de efectuar. No es lo mismo estar confinados en una casa con jardín, piscina y la alacena llena que estar confinados en una choza en un cerro, sin agua, sin luz, sin comida, sin trabajo, sin ahorros y padeciendo alguna enfermedad.
Las diferentes disposiciones del Gobierno para evitar al máximo el contagio de la enfermedad ha sacado a flote las enormes diferencias que arrastramos como país desde hace casi 200 años. Por ejemplo, muchas madres y padres solteros que viven del día a día no saben qué hacer con la nueva prohibición del gobierno que les permite salir solo tres veces a la semana. Familias con niños autistas que soportan muy mal las horas de encierro o pacientes renales que necesitan recibir su tratamiento de diálisis de manera muy frecuente son solo ejemplos de la infinidad de casos de grupos minoritarios que no pueden acatar el “quédate en tu casa” y que en un inicio las disposiciones del Gobierno no contemplaban.
Tampoco es lo mismo estar confinados en la capital donde uno puede comprar comida atravesando la calle, que estar confinados en un pueblito de la sierra o de la selva, en donde la única fuente de alimentos proviene de las chacras o los ríos. Hace algunos días veía con tristeza imágenes de unos campesinos que eran arrestados por la policía por incumplir la orden de confinamiento. Eran dos personas que estaban en su chacra, algo lejos de su vivienda (como suelen ser las chacras familiares). Algunos días después otras personas eran arrestadas cuando iban a pescar al río. En redes sociales los cibernautas no dudaron en despotricar contra estas personas, tildándolas de irresponsables y muchos otros adjetivos que no puedo reproducir en esta columna.
No quiero decir que la orden de confinamiento deba ser eliminada o ser menos estricta; lo que quiero decir es que esta orden debe ser adaptaba a los múltiples casos y escenarios de nuestro país. Las medidas de prevención deberían ser adaptadas según el contexto y la gravedad de la situación por cada gobierno municipal y regional y escuchar a los grupos minoritarios que exponen sus casos.
Lamentablemente hay muchas situaciones que no han sido controladas como debiera y a causa de ello el virus ha seguido expandiéndose. El 20 de marzo pasado, la Organización Nacional de Mujeres Indígenas Andinas y Amazónicas del Perú (ONAMIAP) denunció el ingreso de 17 personas sin protección a la comunidad nativa Tres Islas en Madre de Dios. Y como este hay muchos casos de personas que abandonaron la capital buscando “escaparse” de la enfermedad sin saber a ciencia cierta si eran portadores asintomáticos. Ya vimos el caso del “paciente cero” en Andahuaylas, un señor de 48 años que llegó a esta provincia camuflado en un camión de víveres desde el Callao. ¿Cuántos “pacientes ceros” se han trasladado al interior del país desde el brote de la enfermedad?
Asimismo, las actividades extractivas continúan a nivel nacional, lo cual no solo sigue poniendo en peligro nuestro medio ambiente, ya que el 18 de marzo, en plena cuarentena, se dio un derrame de petróleo en Piura, sino que también pone en riesgo a sus propios trabajadores y agranda el peligro de contagio en los pueblos del interior del país. Hace algunos días un amigo me mostraba preocupado el video de un ingeniero que decía “bajar de la mina” y que alegremente se grababa mostrando los pueblos que iba a visitar en Ayacucho. La mina está situada en el límite de la provincia Parinacochas y Páucar del Sara Sara y la empresa encargada de la extracción ha decidido interrumpir sus actividades por decisión propia (ya que tiene el permiso del Estado para seguir funcionando) y acaba de enviar a sus trabajadores a sus casas. Estos trabajadores vienen de todos los rincones del país, han visitado Lima y otras ciudades poco antes del confinamiento y han convivido durante varios días. Y ahora regresan a sus pueblos o se quedan en pueblos cercanos. “Casualmente”, hace muy poco se han confirmado dos casos en Coracora, capital de la provincia Parinacochas, cerca a la mina.
Esta situación de emergencia no debe servir como justificación para la vulneración de derechos: derechos laborales, derechos humanos, derechos de los pueblos indígenas, de la comunidad LGTB; es responsabilidad de todos nosotros, como ciudadanos peruanos, no solo de respetar las disposiciones gubernamentales, sino de visibilizar los defectos de estas disposiciones para que nadie se quede al margen de la protección y de la ley. Es tarea de todos nosotros cuidarnos los unos a los otros.